Remembranzas de Cali Viejo


La casa colonial de mis abuelos maternos, en el tradicional barrio céntrico de la pequeña ciudad era de un solo nivel con varios patios empedrados a su interior. Cada uno de ellos constituía un eje diferente. Dos patios centrales a la entrada de la casa separaban las zonas sociales de las alcobas. En la parte posterior y a un lado del enorme patio se encontraban los aposentos de las empleadas domesticas. Del otro lado, la cocina, dotada con su característico horno de barro, estufa de leña y carbón, comunicaba hacia un gran solar, para el secado de ropa al aire libre.

Las paredes de baraheque, altura hasta de cinco metros de los techos, patios de piedra fina, circundados por pequeños canales alimentados con el agua de las fuentes coloniales de su centro y majestuosas materas florecidas con geranios y buganvillas daban frescura primaveral a la casa todo el día. 

Una de los aciertos de la arquitectura colonial del trópico era situar las ventanas apartadas del piso y cercarlas al alero del techo. En esta posición, el sol nunca entraba a las habitaciones manteniendo una agradable temperatura todo el día a su interior. Además, al distanciarlas del piso se protegían de la humedad propia que causaba la lluviosa época de torrenciales aguaceros.

Al alba del amanecer, nos despertaba el pisoteo de caballos, azotando el hierro fundido de sus herraduras en el pavimento. De las vagonetas utilitarias que las bestias tiraban, campaneaban el carretillero, dejando en cada portón las garrafas de leche cruda y fresca, ordeñada esa misma madrugada en fincas cercanas.

Cuando estábamos a punto de conciliar de nuevo el sueño, escuchábamos en la distancia las destempladas voces de devotos feligreses, coreando el himno a la Virgen “Dios te salve María”, acompañando la temprana procesión del Santísimo Sacramento de los curas franciscanos. 

Gozábamos subir las gradas del antepecho de las ventanas y deleitarnos con el bullicio de la pintoresca procesión. Las indeterminadas voces eran ahogadas por la banda de cinco músicos que acompañaban la peregrinación. La pauta marcial era dominada por el inconfundible vibrante sonido del sousafón, tres trompetas acompañantes y un tamboril.

El párroco, debajo del desteñido palio, llevado sobre los hombros de cuatro fieles, que protegía la custodia, vestia la característica túnica alba, acordonada en la cintura con su cíngulo y la estola ritual de celebración, llevando a los enfermos los sacramentos católicos. Pétalos de rosas arrojados por las mujeres encabezando la procesión formaban un lindo tapete floral adornando el camino.

Al pasar la procesión en frente de la casa percibíamos el aroma milenario a incienso de mirra y olíbano emanando de los sahumerios que llevaban los monaguillos. Los hombres, con sus sombreros en la mano, respetando la tradición de mantener la cabeza descubierta, iban por el anden de la izquierda. Las mujeres rezanderas, caminaban al otro costado, entrelazando las cincuenta cuentas del rosario en sus dedos, siguiendo el mandato de San Pablo, como signo de adoración a la gloria de Dios, cubriendo sus cabezas con negros velos.

Entre los hombres que acompañaban la procesión se diferenciaban de los demás dos hermanos gemelos. Caminaba uno detrás del otro. Vestían trajes de lino, de color pastel claro, corbatas anchas multicolor de moda para la época y camisas blancas almidonadas. Su corte de pelo militar, cabello rubio, ojos azul claro, nariz aguileña y blanca complexión siempre fue un misterio. Dábamos rienda suelta a la precoz imaginación infantil. A los devotos hermanos polacos los transformábamos en espías alemanes fugados, o peor, en verdugos del régimen nazi hitleriano. Alzaban su mirada a nosotros, saludándonos con sus sombreros blancos en gesto varonil. Esa aguda y penetrante mirada nos perseguía todo el día buscando en laberintos imaginarios cual había sido la verdad de su pasado en la guerra europea.  

La peregrinación se esfumaba en las angostas calles empinadas del antiguo barrio de artesanos. Los canticos y música se desvanecían en la medida que llegaba la marcha a la cima de la colina de la antigua capilla de San Antonio. 

Desde ahí una bella postal enmarcaba los techos de teja roja, paredes blancas y callecitas de la antigua aldea colonial con el esplendoroso telón de fondo de verde esmeralda del valle serpenteado por el gran rio que regaba en época seca e inundaba los campos en período de lluvias.

Remembranzas de un villorrio perdidas en la maraña desarrolladora de la bulliciosa ciudad de hoy.

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