Centenaria costumbre de soportar el calor de temporada

 


“Temperar”

 

Este año, como todos, en el mes de julio se registran altas temperaturas. No se debe al cambio climático, como alarman los medios, sino sencillamente a la tradicional estación seca y de baja precipitación. Las marcadas épocas secas caleñas han acuñado coloquialmente el término “temperar”, significando cambiar de temperatura, y así aprovechar la agradable temperatura de la vecindad cordillerana escapando del insoportable calor de temporada.

 

Los corregimientos de Cali siempre han sido el destino de miles de familias caleñas que escapan la calurosa estación de estos meses. El descansadero de caballos, parada indispensable para ir al mar, del Saladito, limitando con Felidia y la Elvira siempre fueron favoritos. Pichindé, con un clima más seco y diferente vía de acceso, es predilecto de muchos. Recientemente Dapa y Calima se han convertido en privilegiados lugares.

 

En mi infancia el destino era La Cumbre. Doscientos años atrás, su agradable clima y bellos paisajes cordilleranos, habían conquistado los corazones de veraneantes. El trazado del ferrocarril le dio vida como municipio hace ciento diez años. Su ubicación a 1500 metros sobre el nivel del mar, la de mayor altura en el trayecto entre Cali y Buenaventura, era sitio ideal para llenar las calderas de aquellas negras, imponentes y brillantes locomotoras a vapor, de agua, y cargar el vagón de carbón que alimentaría el fogonero en su trayecto.

 

La expectativa del viaje a La Cumbre comenzaba unas semanas antes de salir a vacaciones escolares. La emoción se acrecentaba contando los días que faltaban. En verdes baúles empacábamos la ropa de temporada. Llegábamos a la espectacular estación maravillados por los inmensos murales de Tejada. Al oír el silbato del tren sentíamos el inolvidable  palpito que la aventura comenzaba. 

 

Después de pasar Puerto Isaacs, puerto fluvial yumbeño, se iniciaba el acenso cordillerano. Pegados a las ventanillas del vagón, escuchando el traqueteo rítmico de las ruedas metálicas y extasiados por una verdadera onomatopeya, divisábamos con ojos danzantes el precipicio del rio Yumbo. Poco a poco y a medida que subíamos las escarpadas colinas se transformaban en verdor selvático. Nos percatábamos como la tímida neblina acariciaba la copa de los árboles. En las curvas pasábamos por esplendorosas cascadas de manantiales de aguas cristalinas. Al atravesar los túneles sentíamos el sahumerio del carbón. Sabíamos que estábamos llegando cuando nuevamente el silbato anunciaba el arribo. 

 

Llegando éramos recibidos como en un desfile. Puesto que las casas quedaban a lado y lado de la vía férrea observábamos la alegría de las familias veraniegas saludando y agitando las manos, recibiendo los viajeros que llegábamos para disfrutar vacaciones escolares. Veíamos a los Alban, Bieler, Corey, Calero Buendía, Calero Blum, Caicedo Burrowes, Caicedo Escobar, Escobar Escobar, Escobar Navia, Venegas, Hormaza, Abadía, Gandini, Zorrilla, Guerrero, Morales, Martínez Magaña, Zamorano de Lemos, los primeros veraneantes de origen sirio libanes, Nader, Semán y Juri, entre otros tantos. Casi todos de más edad que yo y eran amigos de mis hermanas mayores. Cuando el tren se detenía, se escuchaba un fuerte y último suspiro de vapor de la locomotora como susurrando en agradecimiento el final del viaje.

 

Las casas de La Cumbre eran de rustica apariencia, paredes y pisos en madera, enormes balcones, ventanas altas y pintadas individualmente luciendo un arco iris de colores. Algunas ostentaban altos techos de conos invertidos de corte europeo. Al bajar del tren, éramos recibidos en la estación por lugareños enruanados y las hermanitas de la congregación de la madre Eufemia Caicedo, quienes nos llamaban por nombre propio, con la consabida frase “como has crecido” y, en ese momento, por supuesto, empezábamos a disfrutar la agradable temperatura que sentíamos y agradecidos de escapar el calor infernal estacional de Cali.

 

Recordar esos maravillosos años confirma que “temperar” no solamente era cambiar de temperatura, sino costumbres, vestimenta, dejar volar la imaginación infantil, tal y como las cometas que los vientos de verano elevaban.


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