“Indio comido, indio ido”



A raíz del paro y minga indígena del sur occidente, el humor colombiano inundó las redes sociales con este proverbio, sugiriendo como solución, que dándoles de comer a los marchantes, inmediatamente levantaban la protesta y se iban.

Apartados del buen sentido humorístico, es precisamente lo que por décadas ha sucedido con las pretensiones étnicas. 

Al gobierno de turno se le medía el aceite. Empleando vías de hechos, bloqueando corredores viales, exigían absurdas peticiones. Interpretando amañadamente, con interés particular, apartes constitucionales, fundamentados en el etéreo convenio 169 de la OIT de 1989 debilitaban con sus demandas a los funcionarios públicos y estos claudicaban ante sus pretensiones. 

En el afán de dar solución pronta y con el fin de dar por terminada la protesta, con miopía de inmediatez y sin medir el resultado a mediano plazo, el gobierno central ofrecía irresponsablemente lo inalcanzable, promesas que sabia serían incumplidas. 

En esta ocasión, el gobierno del Presidente Duque, no quiere incurrir en el mismo error que los gobiernos desde Ernesto Samper hasta Juan Manuel Santos, cometieron. Es tajante en rechazar las vías de hecho como herramienta de apalancamiento pretendido, ejerciendo la autoridad constitucional y dignidad presidencial. 

La cabeza visible de la protesta indígena había sido condenado a seis años de cárcel por agresión intrafamiliar contra su propio hijo por la Corte Suprema. Hábilmente consiguió se le concediera fuero indígena, para ser juzgado por la Jurisdicción Especial Indígena. Esta competencia paralela, similar a la JEP,  cambió la condena impuesta por la Corte Suprema, de sanción privativa de libertad en prisión, a unos simbólicos latigazos de castigo. Feliciano Valencia es la pieza fundamental del ajedrez político de poder que tiene en jaque la región.

Con la misma insensatez cínica con la cual logró evadir su responsabilidad paternal, pretende, en esta ocasión, espacios similares de gobernabilidad y autoridad, con el gobierno legítimamente elegido.

Insatisfechos y resentidos con haber recibido, a lo largo del tiempo, el 30% del territorio nacional, pese a que la población indígena es tan solo el 4% de la población total colombiana, sigue pidiendo, en nombre de la comunidad indígena, adjudicación de más tierra. Las 34 millones de hectáreas adjudicadas jamás han aportado al desarrollo socio económico agropecuario del país, ni han contribuido en programas de salud o satisfacción de necesidades básicas, ni han mejorado los estándares de educación, ni la calidad y bienestar de la etnia indígena.


Otra exigencia pretendida es ser reconocidos como autoridades ambientales,piedra angular del rompecabezas que una vez armado, se convertirá en transcendental reforma agraria integral planteada en el Acuerdo final de La Habana, concepto del fracasado modelo de desarrollo económico agrario en los países donde se ha intentado.


Y como en larga lista de absurdos e inverosímiles deseos, solicitan, entre otros, subsidios adicionales del exiguo presupuesto nacional, desmonte del ESMAD, acabar con el servicio militar obligatorio, prohibir el fracking, reiniciar los diálogos con el ELN, desmontar las Zonas de Interés de Desarrollo Rural y Económico (Zidres), impedir el uso del espacio aéreo en sus territorios, con ello atropellando la soberanía nacional y política nacional de erradicación los cultivos ilícitos.

Algunos congresistas ven oportunidad protagónica de desestabilización y juego de poder. Aprovechan la ocasión pirómanos incendiarios encabezados por Petro, Bolívar, Catatumbo, López y el caucano Luis Fernando Velasco azuzando fuegos ideológicos de territorialidad, poniendo en jaque la estabilidad socio económica de la conflictiva y empobrecida región.

El país esta cansado de vías de hecho que solo empoderan y enriquecen los pocos que lideran las protestas. 

El gobierno Duque no puede caer en tentaciones de seguir el equivocado camino de sus antecesores.

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